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Cardenal Angelo Amato: "Romero es... para todos... el custodio de la recta conciencia de la persona humana".

| Caritas Oficina Nacional

Sin duda aún resuenan en los oídos de todos los que asistieron al acto de beatificación de Monseñor Romero, las palabras que dirigiera el Cardenal Angelo Amato, Prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos. Ese 23 de mayo quedará inscrito en la memoria y los corazones de todos los que estuvieron presentes en la plaza del Divino Salvador del Mundo, en sus alrededores, en las parroquias, en sus casas o en los diferentes lugares que se habilitaron para dar seguimiento al evento. Para que pueda seguir saboreando ese momento y esas palabras sin duda inspiradas, para su reflexión, le dejamos aquí la Homilía del Cardenal Amato por la Beatificación del Mártir Monseñor Oscar Arnulfo Romero Galdámez.

 

Beato Oscar Arnulfo Romero y Galdámez (1917-1980). Homilía Angelo Cardenal Amato, SDB.

 

1. La beatificación de Monseñor Romero, obispo y mártir, es una fiesta de gozo y de fraternidad. Es un don del Espíritu Santo para la Iglesia y para la noble nación salvadoreña.
Hablando de su oficio de obispo, San Agustín decía: «El Evangelio me asusta. Nadie más que yo querría una existencia segura y tranquila. Nada más dulce que escrutar el tesoro divino. En cambio, predicar, amonestar, corregir, edificar, entregarse a todos es un gran peso, una grave responsabilidad, una dura tarea».
Son palabras de un obispo santo, doctor de la Iglesia. En efecto, para Agustín, hecho obispo, la razón de su vida se vuelve la pasión por sus fieles y sus sacerdotes. Y él pide al Señor que le dé la fuerza de amarle hasta el heroismo, «o con el martirio o con el afecto».

Estas palabras y estos sentimientos habría podido expresar con la misma intensidad y sinceridad el arzobispo Romero, el cual amó a sus fieles y a sus sacerdotes con el afecto y con el martirio, dando la vida como ofrenda de reconcicliación y de paz. Es cuanto afirma en la Carta Apostólica de beatificación el Papa Francisco: «Oscar Arnulfo Romero y Galdámez, obispo y mártir, pastor según el corazon de Cristo, evangelizador y padre de los pobres, testigo heroico del Reino de Dios, Reino de justicia, de fraternidad y de paz».

2. Las lecturas bíblicas de hoy dan el significado del martirio de Romero. La palabra de Dios nos recuerda, de hecho, que después de la trágica muerte las almas de los justos están en las manos de Dios y ningún tormento les tocará. Ahora ellos están en la paz y en el día del juicio resplandecerán como luces en la estepa, gobernarán naciones y tendrán poder sobre los pueblos (Sab 3, 1-9 passim).

El mártir Romero es por tanto luz de las naciones y sal de la tierra. Si sus perseguidores han desaparecido en la sombra del olvido y de la muerte, la memoria de Romero en cambio continúa estando viva y dando consuelo a todos los pobres y los marginados de la tierra.

El Señor ha hecho grandes cosas por los justos, que con razón pueden repetir con el apóstol Pablo, uno de los primeros mártires de la Iglesia: «¿Quién nos separará del amor de Cristo? Quizá la tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada» (Rm 8, 35).

Nada, ni la muerte, ni la vida, ni ángeles ni principados, ni presente ni futuro, ni ninguna otra criatura separó a Romero de Cristo y de su Evangelio de amor, de justicia, de fraternidad, de misericordia, de perdón.

Son conmoventes las palabras que Jesús pronunció antes de su pasión, cuando encomendó al Padre a sus discípulos: «Padre santo, guárdales en tu nombre [...]. Cuando estaba con ellos, yo les guardaba en tu nombre [...] y los he conservado, y ninguno de ellos se ha perdido, excepto el hijo de la perdición [...]. Yo les he dado tu palabra y el mundo les ha odiado, porque no son del mundo, como yo no soy del mundo. No pido que les saques del mundo, sino que les guardes del Maligno» (Jn 17, 11-15).

Es la oración cotidiana que Romero hacía durante los últimos años atormentados de su vida, hasta el fatídico 24 (veinticuatro) de marzo de 1980 (mil novecientos ochenta), cuando una bala traidora lo hirió de muerte durante la celebración eucarística. Su sangre se mezcló con la sangre redentora de Cristo.

3. ¿Quién era Romero? ¿Cómo se preparó al martirio? Digamos ante todo que Romero era un sacerdote bueno y un obispo sabio. Pero sobre todo era un hombre virtuoso. Amaba a Jesús, lo adoraba en la Eucaristía, amaba a la Iglesia, veneraba a la Santísima Virgen María, amaba a su pueblo.

El martirio no fue una improvisación, sino que tuvo una larga preparación. Romero, de hecho, era, como Abrahán, un hombre de fe profunda y de esperanza inquebrantable.

Joven seminarista en Roma, poco antes de la ordenación sacerdotal, escribía en sus apuntes: «Este año haré mi gran entrega a Dios! Dios mío, ayúdame, prepárame. Tú eres todo, yo soy nada y, sin embargo, tu amor quiere que yo sea mucho. Coraggio! ( en italiano). Con tu todo y con mi nada haremos mucho».

Un cambio en su vida de pastor manso y casi tímido fue el asesinato del Padre Rutilio Grande, sacerdote jesuita salvadoreño, que había dejado la enseñanza universitaria para ser párroco de los campesinos, oprimidos y marginados. Fue éste el evento que tocó el corazón del arzobispo Romero, quien lloró a su sacerdote como podía hacerlo una madre con su propio hijo. Se dirigió rápidamente a Aguilares para la misa de sufragio, pasando la noche llorando, velando y rezando por las tres víctimas inocentes, por el Padre Rutilio y los dos campesinos que lo acompañaban.

Los campesinos estaban ahora huérfanos de su padre bueno. Romero quiso tomar su puesto. En su homilía el arzobispo dijo: «La liberación que el Padre Grande predicaba se inspira en la fe, una fe que nos habla de la vida eterna, una fe que ahora él con su rostro dirigido al cielo, acompañado por los dos campesinos, muestra en su totalidad, en su perfección; la liberación que termina en la felicidad en Dios, la liberación que surge del arrepentimiento del pecado, la liberación que se funda en Cristo, la única fuerza salvadora».

Desde aquel día su lenguaje se volvió más explícito en el defender al pueblo oprimido y a los sacerdotes perseguidos, sin preocuparle las amenazas que cotidianamente recibía. Monseñor Romero habló de un don del Espíritu Santo, que le concedió una especial fortaleza pastoral, casi en contraste con su temperamento prudente y comedido: «Consideré un deber – dijo él- colocarme decididamente en defensa de mi Iglesia y al lado de mi pueblo tan oprimido y despreciado».

Sor Luz Isabel, religiosa carmelita, presente en la misa durante la cual Romero fue asesinado, testifica que a quien le invitaba a estar atento a las palabras, el arzobispo respondía: «Dios me guía y Él me inspira lo que digo. Me sorprendo a veces que en mis homilías dominicales muchas cosas que no deseo decir las digo, movido por el impulso de Dios».

4. Y sus palabras no eran una provocación al odio y a la venganza, sino una valiente exhortación de un padre a sus hijos divididos, que eran invitados al amor, al perdón y a la concordia. Contemplando la belleza de la naturaleza y del esplendor del paisaje salvadoreño, el arzobispo solía decir que el cielo debe iniciar aquí en la tierra. Miraba a su querida patria tan atormentada con la esperanza en el corazón. Soñaba que un día sobre las ruinas del mal habría brillado la gloria de Dios y su amor.

Su opción por los pobres no era ideológica sino evangélica. Su caridad se extendía también a los perseguidores a los que predicaba la conversión al bien y a los que aseguraba el perdón, no ostante todo.

Estaba acostumbrado a ser misericordioso. La generosidad en el dar a quien pedía era – según los testigos- magnánima, total, abundante. A quien pedía, daba. Alguna vez decía que si le devolvieran el dinero que había distribuido, se hubiera vuelto millonario.

La caridad pastoral le infundía una fortaleza extraordinaria. Un día a un sacerdote le contó que estaba continuamente amenazado de muerte y que en los diarios nacionales había críticas cotidianas contra él. Pero con una sonrisa continuó: «Esto no me desanima, al contrario me siento más valiente porque son éstos los riesgos del pastor, tengo que ir adelante, no guardo rencor a nadie».

5. Romero es otra estrella luminosísima que se enciende en el firmamento espiritual americano. Él pertenece a la santidad de la Iglesia americana. Gracias a Dios son muchos los santos de este maravilloso continente. El Papa Francisco, recientemente, recordaba a algunos. Además de Fray Junípero Serra, que será canonizado el 23 (veintitrés) de septiembre próximo en Washington D. C., el Santo Padre elencaba tantos otros santos y santas que se han distinguido con distintos carismas:
« - Contemplativas como Rosa de Lima, Mariana de Quito y Teresita de los Andes;
- Pastores que emanaban el perfume de Cristo y el olor a oveja, como Toribio de Mogrovejo, François de Laval, Rafael Guízar Valencia;
- Humildes trabajadores en la Viña del Señor, como Juan Diego y Kateri Tekakwhita;
- Servidores de los necesitados y de los marginados, como Pedro Claver, Martín de Porres, Damián de Molokai, Alberto Hurtado y Rose Philippine Duchesne;
- Fundadoras de comunidades consagradas al servicio de Dios y de los más pobres, como Francesca Cabrini, Elisabeth Ann Seaton e Catalina Drexel;
- Misioneros incansables, como Fray Francisco Solano, José de Anchieta, Alonso de Barzana, María Antonia de Paz y Figueroa, José Gabriel del Rosario Brochero;
- Mártires como Roque González, Miguel Pro y Oscar Arnulfo Romero;
y tantos otros santos y mártires, que no elenco ahora, pero que interceden delante del Señor por sus hermanos y hermanas que son todavía peregrinos en aquellas tierras. Ha habido santidad en América! Tanta santidad sembrada».

El Beato Oscar Romero pertenece a este impetuoso viento de santidad que sopla sobre el continente americano, tierra de amor y fidelidad a la buena noticia del Evangelio.

6. La beatificación de Monseñor Romero sea entonces una fiesta de gozo, de paz, de fraternidad, de acogida, de perdón. Todos tenemos necesidad de estos dones del Espíritu Santo, que hacen de nuestra existencia terrena una verdadera anticipación del gozo del paraíso. Coraggio, decía en italiano Monseñor Romero.

Ánimo! Su martirio sea una bendición para El Salvador, para las familias, para los jóvenes, para los pequeños, para los pobres, pero también para los ricos, en fin para todos los que buscan serenidad, gozo y felicidad.
Romero no es símbolo de división, sino de paz, de concordia, de fraternidad. Llevemos su mensaje en nuestros corazones y en nuestras casas y demos gracias al Señor por este Siervo suyo fiel, que ha dado a la Iglesia su santidad y a la humanidad su bondad y su mansedumbre.

En 1983 (mil novecientos ochenta y tres) San Juan Pablo II (segundo) ante la tumba de Romero gritó: Romero es nuestro. Es verdad, Romero pertenece a la Iglesia, pero enriquece también a la humanidad, por él soñada con un corazón bueno, con pensamientos de respeto y de concordia, con acciones de acogida y de ayuda recíproca.

Romero es nuestro, pero es también de todos, porque para todos él es el profeta del amor de Dios y del prójimo y el custodio de la recta conciencia de la persona humana.

Beato Oscar Romero, ruega por nosotros.